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Ecología II


 Calentamiento global y catástrofes sociales
                          Por Harald Welzer
A fines de agosto de 2005, el huracán Katrina  arrasó el sudeste de los Estados Unidos, 
causando daños materiales por más de 80 mil millones de dólares y dejando prácticamente 
a toda la ciudad de Nueva Orleans bajo el  agua. Era una catástrofe anunciada; ya en 
octubre de 2001, el escenario de inundaciones había sido descrito en la revista Scientific 
American.
Tras la rotura de dos canales, el 80% de la superficie de la ciudad quedó hasta 7,60 m 
bajo el agua. Los cortes de luz impidieron que pudiera bombearse el agua; como las 
principales rutas de acceso estaban inundadas, al principio la ciudad no pudo recibir 
ayuda externa. La ayuda humanitaria para catástrofes quedó totalmente colapsada; poco 
después de la inundación comenzaron los  primeros saqueos. El Superdomo, reutilizado 
como refugio para alojar a las víctimas de las inundaciones, se colmó en muy poco tiempo, 
y en sus alrededores se produjo una escalada de violencia que llevó a las autoridades a 
considerar la posibilidad de declarar el estado de guerra y decretar la ley marcial. El 1 de 
septiembre, la gobernadora de Luisiana, Kathleen Blanco, ordenó a la Guardia Nacional 
que disparara sobre los saqueadores: "Estas tropas (la Guardia Nacional) saben disparar 
y matar. No vacilan en hacerlo y espero que lo hagan". 
   En la estación de Nueva Orleans se montó una prisión temporaria para unas 700 
personas, consistente en unas jaulas alambradas; a pesar de todos los esfuerzos, al 
principio la policía y la Guardia Nacional no lograron controlar la situación. Hubo 
ataques a grupos de rescate tiroteos, violaciones, negocios saqueados, asaltos, etc. Solo a 
partir de la intervención del ejército, que llegó a la zona de la catástrofe con una dotación 
de más de 65 mil hombres, se logró calmar paulatinamente la situación. Evacuar a las 
personas que habían quedado se reveló en buena medida como una empresa difícil. 
La inundación no afectó a todos por igual: mientras que muchos de los habitantes de 
posición más holgada pudieron huir, fue sobre todo la población pobre, en su mayoría 
afroamericana, la que en principio permaneció en la ciudad destruida. Los barrios 
también se vieron afectados en diferente medida. John R. Logan, que investiga las consecuencias sociales del huracán Katrina, certifica que el 45,8% de las zonas destruidas de 
Nueva Orleans estaban habitadas por afroamericanos; en las zonas intactas, la proporción 
de la población negra ascendía apenas al 26,4%. Con los indicadores de pobreza se 
registran relaciones similares. 
En general, la ciudad quedó tan devastada que hasta se dudó de si reconstruirla. Desde 
que se produjo esa catástrofe existe el concepto del  refugiado climático,  es decir, una 
persona en situación de fuga a causa de un suceso climático. Se estima que unos 250 mil ex 
habitantes de Nueva Orleans no regresaron a  la ciudad tras la evacuación, sino que 
entretanto se establecieron en otros lugares. Un año después del huracán, 
aproximadamente un tercio de la población blanca no había regresado; en el caso de la 
población afroamericana, la proporción ascendía a unos tres cuartos. Esto significa que, 
tras la catástrofe, Nueva Orleans posee una estructura poblacional diferente de la 
anterior. Es decir que la catástrofe le deparó a la ciudad no sólo una nueva estructura 
social, sino también una nueva geografía política. 
Aquello que suele designarse como "catástrofe natural" -por ejemplo las inundaciones 
causadas por un suceso climático extremo- en el caso de Nueva Orleans se reveló en todas 
sus facetas como algo distinto: si se piensa en cómo se hizo caso omiso del peligro de las 
inundaciones, en que se carecía de un sistema de protección suficiente contra catástrofes, 
en la anarquía que se produjo y que casi no pudo ser contenida, en las reacciones 
extremas de las fuerzas de seguridad, en la desigualdad social que tuvo lugar como 
consecuencia del huracán y en la creación de una nueva categoría de refugiados y la nueva 
situación sociodemográfica de la ciudad, se llegará a la conclusión de que todo el contexto 2
de estos sucesos puede definirse mucho más acertadamente como una catástrofe social.
De hecho, el concepto de "catástrofe natural" constituye una negligencia semántica, 
porque la naturaleza no es un sujeto y, por lo tanto, no puede experimentar una 
catástrofe. Aunque, por cierto, sí puede provocar sucesos que resultan catastróficos para 
los seres humanos, es decir, puede tener consecuencias sociales que superen sus expectativas y su capacidad para hacerles frente. En este contexto, el ejemplo de Nueva Orleans 
muestra dos cosas: por un lado, lo que sucedió allí a causa de un suceso climático extremo 
(que sucederá cada vez con mayor frecuencia a medida que avance el cambio climático) le 
sobrevendrá también a otras ciudades costeras en los próximos años y décadas, y es de 
prever que la gestión de catástrofes no será en todos los casos mejor de lo que fue en 
Nueva Orleans, donde fracasó escandalosamente. El hecho de que a raíz de esta catástrofe, 
de dimensiones todavía abarcables, la sociedad más rica de la Tierra se haya visto obligada a solicitar ayuda externa no es sino una demostración de que los desastres dejan al 
descubierto en un brevísimo lapso todos los déficit, los vacíos y los parches de 
abastecimiento que en situaciones normales pasan desapercibidos. 
Y éste es el segundo aspecto interesante de la catástrofe de Nueva Orleans. Las 
catástrofes sociales muestran el backstage de la sociedad, ponen en evidencia su relación de 
función y disfunción, que de otro modo permanece oculta; abren ventanas hacia la vida 
subterránea de las sociedades, y dejan así al descubierto los supuestos de normalidad 
sobre los que se basa su funcionamiento.  Muestran desigualdades en cuanto a las 
oportunidades de vivir y sobrevivir (que dentro del funcionamiento normal se amortiguan 
por medio de las instituciones y se segmentan en barrios y sectores de trabajo, por lo cual 
son menos visibles); descubren déficit de gestión (que ya existen aun cuando no se los 
desafía) y demuestran que la violencia es siempre una opción de actuación disponible. 
Todo esto se revela en tanto las formas de relación habituales se resquebrajan; y tal como 
lo demuestra el ejemplo de Nueva Orleans, para eso ni siquiera hace falta una gran 
cantidad de heridos y muertos. 
Parece que, para entender el modo en que  las sociedades funcionan realmente, una 
observación mas minuciosa de las catástrofes sociales resultaría mucho más reveladora 
que la hipótesis de que es el caso normal el que brinda información sobre su esencia, en un 
caso de catástrofe, lo que se pone de relieve no es el estado de excepción de una sociedad, 
sino apenas una dimensión de su existencia que en la vida cotidiana permanece oculta. En 
este contexto, no solo habría que investigar lo que mantiene unidas a las sociedades, sino 
también lo que las conduce a su desintegración. 
El cambio climático llevará a un cúmulo de catástrofes sociales que producirán estados 
temporarios o permanentes o formaciones sociales sobre las que nada se sabe porque 
hasta ahora ha habido muy poco interés en ellas. Tanto las ciencias sociales como las 
ciencias de la cultura están ancladas en la normalidad y son ciegas a las catástrofes. Hasta 
con echar un vistazo hacia la historia de la cultura de la naturaleza para comprobar que 
el cambio climático debe convertirse en objeto de las ciencias sociales y de la cultura. La 
desconcertante falta de cuerpo y de espacio de estas ciencias se advierte precisamente en 
las transformaciones sociales que se observan en la actualidad –desde la guerra climática 
en Darfur hasta la pérdida de los espacios de supervivencia de los inuit -; ya es hora de 
que estas ciencias se modernicen de modo tal que dejen atrás el universo del discurso y de 
los sistemas y encuentren el camino de regreso a las estrategias con las cuales los seres 
sociales intentan afrontar sus vidas. Esto es algo que deparará dificultades cada vez 
mayores para buena parte de la población mundial, ya que en ciertas regiones el aumento 
de la formación de desiertos, de la salinización y la erosión de los suelos limita las 
oportunidades de supervivencia tanto como la acidificación de los océanos, la sobrepesca, 
la contaminación de los ríos y el desecamiento de los lagos. 
En ninguno de estos casos podemos hablar de catástrofes naturales por la sencilla razón 
de que los procesos que les subyacen son antropogénicos, es decir, han sido causados por 3
los hombres. Sus consecuencias son enteramente sociales. Consisten en conflictos entre 
aquellos que demandan los mismos recursos demasiado escasos, que deben abandonar 
regiones que se han vuelto inhabitables e intentan asentarse en zonas ya habitadas por 
otros. O en la destrucción del futuro, como en el caso de los parques industriales 
abandonados de Europa del Este, donde a causa de la contaminación del medio ambiente 
las tasas de cáncer crecen y la expectativa de vida se redujo desde la década de 1990 de 64 
a 51 años. 
Con el trasfondo de todas estas consecuencias sociales tan palpables de las 
transformaciones del clima y del medio ambiente, resulta des concertante que 
prácticamente todos los análisis científicos de los fenómenos y las consecuencias del 
cambio climático sean estudios de las  ciencias naturales,  modelizaciones y pronósticos, 
mientras que del lado de las ciencias sociales y de la cultura impera el silencio, como si 
fenómenos tales como  los colapsos sociales, los conflictos de recursos, las migraciones 
masivas, las amenazas a la seguridad, el miedo, la radicalizacion, las economías de guerra y 
de violencia,  etc. no recayeran en su área de competencia. Es probable que en toda la 
historia de la ciencia no pueda hallarse ninguna situación equiparable en la que un 
escenario acerca del cambio en las condiciones de vida de amplios sectores del planeta 
preanunciado con evidencia científica tenga una recepción tan indiferente en el ámbito de 
las ciencias sociales y de la cultura como está sucediendo en la actualidad. Esto demuestra 
una incapacidad para discernir y una falta de conciencia de la propia responsabilidad. 
SUBCOMPLEJIDAD  
Frente a semejante desinterés, toda la responsabilidad se carga sobre los hombros de los 
representantes de las ciencias naturales, que  dada su especialidad no tienen ni la 
capacidad ni la competencia necesarias para calcular la  dimensión social del cambio 
climático. Ni tampoco para describir sus  consecuencias sociales, ya que, aunque están 
familiarizados con la complejidad en admirable medida, los especialistas en ciencias 
naturales ignoran los procesos  de construcción de la realidad tal como los hombres los 
realizan. Ni tampoco con el rol que desempeñan las formas de la cultura, los marcos de 
referencia y los modelos de interpretación sociohistóricos más disímiles para la percepción 
de los problemas y las soluciones: en un aspecto profesional, no tienen la menor idea de 
todo esto, y nadie espera que la tengan. Sin embargo, en tanto integrantes de sociedades, 
poseen una conciencia cotidiana de los problemas y las soluciones sociales, y suelen apelar 
a esa conciencia en los capítulos finales  de sus libros -por lo demás, profundos y 
envidiablemente útiles- sobre el colapso de las sociedades, el desecamiento de los ríos, el 
derretimiento de los hielos, etc.: es decir,  cuando, una vez enumerados todos los hechos 
apocalípticos, abordan la cuestión de que es lo que se puede hacer. 
Por regla general, los especialistas en ciencias naturales v tecnológicas suelen estar 
completamente ajenos a la idea de que los hombres son capaces de generar situaciones en 
las que ya no sea posible hacer nada mas; y no solo eso, sino que tampoco tienen idea del 
modo en que se relacionan los distintos niveles de actuación, la razón colectiva y la 
sinrazón individual (y viceversa), de como los sentimientos intervienen en las intenciones 
racionales de acción, cómo esto deriva en  actuaciones sociales que ninguno de los 
intervinientes tenía en mente y que, sin embargo, constituyen partes integrantes de 
realidades y arrojan a su vez, nuevos problemas de actuación. 
Es por eso que, al leer libros como los de Tim Flannerv, Fred Pearce o Jill Jäger, resulta 
irritante el contraste que se produce entre la agudeza de los análisis y la nimiedad de sus 
propuestas de solución. Por ejemplo, cuando al finalizar su estudio desmoralizador sobre 
el cambio climático Tim Flannerv recomienda comprarse un automóvil mas pequeño y 
volver a utilizar el viejo berbiquí manual en vez del moderno taladro de percusión para 
hacer labores domesticas, esta subcomplejizando la cuestión, no llega a abarcar la 
dimensión del problema que acaba de describir. Y tampoco esta en condiciones de hacerlo, 4
ya que su área de competencia se limita a  dimensional' profesional-mente los aspectos 
tísicos del problema, no los aspectos sociales. El cambio climático, y en eso el estudio de 
Flannerv es sinecdótico, es objeto de las ciencias naturales en cuanto a su génesis y a las 
proyecciones acerca de cómo seguirá desarrollándose, pero en lo que concierne a sus 
consecuencias es objeto de las ciencias sociales y de la cultura, ya que sus consecuencias 
son sociales y culturales, y de ninguna otra clase. 
¿QUIÉN ES "NOSOTROS"? 
Esto puede ilustrarse con otro ejemplo. A excepción de los libros de los especialistas en 
neurociencias, en ningún otro caso se argumenta tanto en primera persona del plural 
como en el de las publicaciones sobre el  cambio climático y sobre otros problemas 
ambientales actuales. "Nosotros" causamos esto o aquello, "nosotros" nos vemos 
confrontados con tal o cual problema, "nosotros" debemos prescindir de esto o aquello 
para poder salvar a "nuestro” mundo. Pero nadie sabe quién está detrás de ese 
"nosotros". 
En un nivel de inclusión extremo, la palabra "yo" representa a la humanidad, pero "la 
humanidad" no es un actor, sino una abstracción. Lo que existe en la realidad son sujetos 
que pueden contarse por miles de millones, que actúan en contextos culturales 
extremadamente diversos, con oportunidades económicas y recursos de poder político 
extremadamente diversos en el seno de comunidades de supervivencia complejas. Entre el 
presidente de la junta directiva de una multinacional energética en busca de nuevas 
fuentes de materias primas y una campesina china no existe un "nosotros" que pueda 
concretarse socialmente; ambos viven en mundos completamente disímiles, con exigencias 
distintas y, sobre todo: con racionalidades  diferentes. Y ese presidente de una junta 
directiva ¿comparte un futuro en primera persona del plural con sus propios nietos? ¿O 
con los nietos de la campesina china? Por supuesto que no, como tampoco habita la misma 
calidad social que un niño refugiado en Darfur o un muyahidín en Afganistán o una niña 
que ejerce la prostitución en Tirana. 
   El uso del "nosotros" supone una percepción colectiva de la realidad, y tal cosa no existe, 
ni siquiera en el contexto de un problema  mundial como el del calentamiento global. 
Porque sus consecuencias afectarán a los seres humanos de modo extraordinariamente 
disímil, y mientras que algunos tienen miedos lejanos relacionados con el futuro de sus 
nietos, los hijos de otros ya están muriéndose  hoy. O si "todos nosotros", es decir, los 
lectores y las lectoras de este libro y yo, decidimos vivir a partir de mañana de un modo 
"neutral para el clima" y jamás volvemos a producir más emisiones de co2 de las 
estrictamente necesarias para vivir, igualmente habrá otro "nosotros", por ejemplo, el de 
los funcionarios responsables del abastecimiento energético en China, digamos, que 
saboteará "nuestros" esfuerzos con cada  una de las centrales de carbón de 1.000 
megavatios que se suman cada semana a la red que emite 30 mil toneladas de dióxido de 
carbono por día. 
La indolencia política de ese "nosotros" abstracto ignora soberanamente las influencias 
del poder y los efectos, por lo cual se transforma en ideología. Desde el punto de vista 
científico, una descripción en primera persona del plural es a todas luces imposible, tal 
como lo demuestra la historia cultural de la naturaleza, que llevó a unas condiciones de 
supervivencia radicalmente diversas en la Tierra. 
PROBLEMAS AMBIENTALES ANTIGUOS 
“Ya en el siglo XVIII, en todo el imperio insular sólo quedan restos insignificantes de 
antiguos bosques, abandonados, en su mayoría, a su deterioro. Ahora los grandes fuegos 
se prenden al otro lado del océano. No en vano Brasil, ese país apenas conmensurable, 
agradece su nombre a la palabra francesa para el carbón vegetal”.  5
W. G. Sebald, Los anillos de Saturno. Una peregrinación inglesa
El cambio climático no sólo acentúa las asimetrías globales ya existentes, lo que puede 
llegar a derivar en el estallido de conflictos armados y guerras, sino que también acentúa 
las consecuencias de cambios ambientales cuyos orígenes no tienen nada que ver con el 
cambio climático. En el debate actual, la impresión reinante es que este problema 
ambiental grave que amenaza nuestra subsistencia es un asunto reciente.  Aunque 
entretanto el movimiento ecológico lleva más de treinta años de vida y sus predecesores se 
remontan hasta la época del Romanticismo, los antiguos temas ambientales -la 
contaminación de los mares, la contaminación de los suelos, la disminución de la 
biodiversidad, los incendios de las selvas tropicales, el agotamiento de los ríos, la 
desaparición de lagos continentales- no revisten importancia alguna en la actualidad, tal 
vez con la única excepción del debate en torno de la energía nuclear, que de todos modos 
no se produce con el mismo entusiasmo de las décadas de 1970 y 1980. Esto resulta por 
demás irritante, ya que la lógica de la explotación de materias primas fósiles para obtener 
energía constituye la causa tanto de los problemas antiguos como de los aparentemente 
nuevos. 
El hecho de que, por ejemplo, muchos de los países que ratificaron el Protocolo de 
Kyoto -que en el año 2012 será reemplazado por un nuevo régimen de emisiones- no estén 
cumpliendo sus metas no está en el ojo de la atención pública; sí lo está en cambio el papel 
que desempeñan los Estados Unidos o China en su negativa terminante a aprobar 
cualquier clase de regulaciones supranacionales. No importa cuál de los temas clásicos del 
movimiento ecologista se tome -la utilización del paisaje para la construcción de caminos y 
la urbanización, el aumento del tránsito de particulares, el aumento global constante de 
los gases de efecto invernadero emitidos, la contaminación de los mares, las 
malformaciones de bebés recién nacidos en áreas especialmente afectadas, como en los 
alrededores del mar de Aral-, todos aquellos problemas ya existentes que la globalización 
no hace más que agudizar parecen estar completamente ausentes de la conciencia 
cotidiana. No nos referiremos en este espacio a las desviaciones muchas veces espeluznantes en el desarrollo ambiental, sobre todo las de los países del antiguo bloque 
soviético, pero también de los Estados Unidos, aunque cabe señalar que el rol de liderazgo 
asumido por algunos estados norteamericanos como California o algunos países europeos 
como Alemania o Austria ha deparado éxitos a escala local, pero no puede modificar 
absolutamente en nada el decurso del desarrollo global: el aumento de la explotación de 
recursos y de la contaminación ambiental.
Lo que se modificó principalmente en los últimos treinta años es la conciencia del 
problema, pero no el problema en sí. Esto lleva a plantearse la cuestión de cómo motivar 
los cambios necesarios en la conducta si  los problemas ambientales parecen ser tan 
irreversibles como es el caso en vista del calentamiento global. El problema es 
prácticamente incontrolable, lo cual en materia psicológica conlleva siempre la dificultad 
de que la motivación es escasa cuando uno debe modificar la propia conducta sabiendo 
que es altamente improbable que esa modificación surta efecto alguno. A esto se suma la 
circunstancia en absoluto menor de que, para mediados de este siglo, todo indica que la 
población mundial habrá trepado a unos 9.000 millones de personas, lo cual implica que 
habrá cada vez menos recursos y cada vez más personas que los demanden. 
    En la actualidad hay tan pocas soluciones disponibles para los problemas asociados a 
esta cuestión como las que existen para las desigualdades y las injusticias globales. 
Todos estos problemas -desde el cambio  climático antropogénico, la explotación 
irreversible de recursos y la destrucción sostenida de espacios de supervivencia hasta el 
crecimiento de la población- son  problemas sociales,  del mismo modo en que 
absolutamente todos los problemas ecológicos  son sociales, como ya se ha dicho, en el 
sentido de que afectan las condiciones de supervivencia de las personas y sólo ellas los 
perciben. La reducción de la biodiversidad en lagos, ríos y mares, en la selva tropical y en 6
la sabana, no es un problema de la naturaleza, para la cual es absolutamente indiferente si 
los osos polares, los gorilas, las medusas o las algas verdes forman parte de ella o no. Las 
comunidades de supervivencia humanas registran esos problemas ecológicos justamente 
porque los humanos son los únicos seres vivos que tienen conciencia no sólo del pasado, 
sino también del futuro. Sólo allí radica  la remota esperanza de que reconocer el daño 
causado también los lleve a pensar en lo que en el futuro ya no podrá hacerse.